El socio del matute

Por FREDDY SANCHEZ CABALLERO

Un bramido agarrotado estremeció las nubes, espantando una bandada de alcatraces. Los hombres suspendieron sus menesteres y dirigieron la mirada al cielo. Remendaban una cerca de alambre de púas en una hacienda ganadera al norte de Acandí, límites con Panamá. Del turbulento horizonte marino vieron salir una pequeña aeronave que zigzagueaba a merced del viento. Perplejos observaron cuando el motor del avión se detuvo sobre los arrecifes, pasó rasante sobre la copa de los árboles, sobre sus cabezas, y a trompicones se precipitó en el potrero espantando vacas y terneros. Los dos hombres corrieron hasta el sitio, encontrando al piloto inconsciente y al aparato semidestruido. Echaron una ojeada rápida, y además de ese hombre mal herido, en el interior descubrieron unas tulas repletas de dólares. Sin pérdida de tiempo, los hombres sacaron las dos enormes bolsas y las alejaron del avión, que derramaba combustible por sus grietas. A su regreso observaron que el piloto, atrapado en la cabina de mando, tenía una pistola en las manos, y pese a sus ojos rojos y sus dientes partidos, exigía que lo sacaran antes que la aeronave explotara. Debían tomarlo en serio. Por la dirección que traía, no era descabellado suponer que se tratara de una de las naves del narcotráfico que surcaban con frecuencia esa ruta llevando droga hacia Centroamérica, y trayendo de regreso el producido de la negociación.

Los hombres se miraron y sin decir nada se pusieron en movimiento. Uno de los dos se acercó al piloto y trató de soltar su cinturón para luego desatascar sus piernas quebradas, mientras el otro encendió un cigarrillo, aspiró profundo, y lo arrojó al pasto hacia donde un hilo de combustible se dirigía lentamente. El avión se consumió en instantes.  Antes de que comenzaran a llegar los trabajadores de la finca, curiosos y autoridades, los dos hombres arrastraron las tulas hasta el rastrojo a unos doscientos metros del siniestro, ocultándolas con ramas. Prometieron no decir una palabra a nadie, ahora eran socios. Volverían después de pasado el revuelo y la investigación. Más tarde llegó la policía y ellos declararon que el avión se incendió al caer, y pese a su intento no hubo nada que pudieran hacer. Los propietarios de la nave tuvieron que conformarse con la evidencia del siniestro, unas latas retorcidas y un puñado de cenizas.  

Dos noches después los hombres volvieron en busca de las tulas, pero sorpresivamente ya no estaban, se las había tragado la tierra. Su rabia no conocía límites, todo era confusión. Echando fuego por los ojos voltearon patas arriba la barraca, hurgaron los motetes ajenos, desanudaron las hamacas ataviadas y patearon al perro. Desde ese instante los hombres comenzaron a mirarse con recelo. No obstante, se pusieron de acuerdo para vigilar a cada uno de los trabajadores y detectar cualquier indicio o movimiento sospechoso. Dormían en el mismo espacio junto a otros siete peones, y cuando sentían que alguien se levantaba a media noche para orinar en el patio o salir a fumar un cigarro, se turnaban para acompañarlo.

Al paso de los días, la confianza entre todos se agrietó más y la tensión en la hacienda se hizo insostenible. Tres semanas después, urgido por encontrar la manera de escabullirse sin crear suspicacias, el socio, que ya había dado puntadas de inconformidad, acusó a su jefe de ser un hijueputa ladrón delante de todos los trabajadores, por pagarle domingos y festivos a menos de lo ordenado en la ley, que para el momento era el triple de un día corriente. Como consecuencia de la áspera discusión, el patrón le gritó que si no le gustaba, cogiera sus cosas y se largara. El otro lo vio partir con las manos vacías, decidido, imperturbable. Lo persiguió con la mirada a través del sendero, lo vio atravesar la puerta grande, camuflarse con el color boñiga del pasto y perderse como un punto más en el paisaje. Al momento de salir advirtió una mueca indefinible en sus labios. ¿O acaso una sonrisa? No lo sabía, pero por las dudas, estuvo tres noches en vigilia merodeando el sitio del siniestro. Al amparo de la oscuridad encendía un cigarrillo con otro entre los arbustos y seguía con desesperanza el curso de los cocuyos que sobrevolaban la hierba esquivando los matorrales.

Meses después el socio llegó a Balboa, un próspero caserío en mitad de la selva del Darién, allí tenía familiares lejanos con quienes estableció lazos comerciales de inmediato. Compró una finca grande, una casa de ladrillos, una cantina, un tractor y cualquier cantidad de vacas. Su prosperidad fue milagrosa; quienes lo habían conocido un año atrás en busca de trabajo, no se explicaban su meteórico ascenso, pero ante su hermetismo, pronto tuvieron que acostumbrarse a su preponderancia. Hizo obras de caridad, se erigió como un líder nato, y harto de su soledad trajo una prostituta de mirada melancólica desde Apartadó, a la que llenó de lujos y posicionó como a una dama entre las mujeres del pueblo. En poco tiempo, el socio ganó reconocimiento y respeto. Era un hombre honorable.

Los dueños de la avioneta, que tenían fincas en la zona, inquietos con el repentino éxito del socio, comenzaron a averiguar la procedencia de su fortuna. Sin descartar la incierta versión de un premio gordo de la lotería, descubrieron que éste había trabajado en la hacienda donde cayó el avión.  Un policía en Acandí les dijo tener información de que, en medio de una borrachera, un hombre aseguró que el piloto estaba con vida cuando llegaron, y que no descansaría hasta encontrar al socio y matarlo, pues supuestamente éste había robado la parte del botín que le correspondía. Una vez llamado a declarar, y advertido de la posibilidad de ser acusado del homicidio del piloto, el hombre se retractó y dijo que era cosa de borrachera. Sin testigos, y sin pruebas reales de que el dinero había sido sacado antes de incendiado el aparato, las averiguaciones llegaron a un punto muerto y el caso se archivó.

Tiempo después, en medio de la procesión de la Virgen del Carmen que el socio donó con el compromiso de que la romería pasara frente a su casa, donde junto a su mujer la observaba cruzado de brazos, descamisado y satisfecho, dos pistoleros salieron de entre la multitud y lo ultimaron frente a todos, frente a la Virgen y frente al comandante de policía que encaró a los asesinos hasta agotar su munición. Luego se ocultó tras un poste de luz, dejando al descubierto su pronunciada barriga, blanco fácil de una bala que lo dobló en dos. La gente corrió despavorida. Con seis tiros en el cuerpo, el socio dio tres pasos en dirección a los restos de yeso de la Virgen esparcidos en el suelo, pero no alcanzó a llegar. Muchos lloraron su muerte. Años después del insuceso, el cura del pueblo aún seguía encomendando el alma de ese devoto bienhechor en cada procesión. En medio de oraciones y ruegos, nadie se explicaba quién pudo tener motivos para matar a un hombre tan bueno. Los más escépticos pensaban que lo había alcanzado su pasado. (F)

Sobre el autor o autora

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Social media & sharing icons powered by UltimatelySocial